A eso de las cinco de la tarde, cuando llegaba del colegio, mi madre me esperaba en la cocina. Siempre estaba en la cocina. Es como si viviera en ella. Como si la cocina fuera su casa dentro de nuestra propia casa.
Cuando me veía entrar ya tenía cortada por la mitad la pieza de pan, y mientras yo me sentaba en el sofá y encendía la tele, la miraba de reojo viendo como sacaba a pellizcos el migajón, dejándole la barriga hueca al medio bollo.
Luego, cogía la aceitera y vertía con esmero el zumo de aceituna sobre la oquedad formando un pequeño laguito color oro viejo en el fondo del bendito pan. Con tres dedos, mi madre viajaba desde el azucarero hasta el hueco del pan que sostenía con la otra mano.
Los tres dedos daban
vueltas sobre el agujero del pan como nubes, descargando una lluvia de
azúcar sobre la balsa de aceite.
Por último, tapaba el aceite, el azúcar y el agujero con el mismo migajón que antes le había quitado, empaparruchándolo con los dos alimentos.
Aún conservo en la
boca de mi memoria aquel sabor simple pero único.
Debajo de aquel migajón, aún viven mis días de niño, y en ellos, empaparruchados de azúcar y aceite, están los libros recién forrados en septiembre, dos bolas de cristal y una de barro, un flequillo cuadrado, las películas de miedo del domingo por la noche y la sirena voceando que empezaba el recreo.
Manolo Martínez
1 comentario:
Ole! Es exactamente lo que se vivia,en mi caso la onza de chocolate!
Tiempos de inocencia...
Salud!
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