Son
las cinco de la mañana y le cuesta tanto trabajo levantar la puerta corrediza,
que parece que estuviese cogiendo a pulso los treinta y ocho años que llevo al
frente de su tasca.
—Valiente negocio, —murmura el tabernero
mientras enciende las luces del local— No tengo sábado ni domingo, ni invierno ni verano.
Míralo, ya está aquí el primero de la mañana. Ya voy, ya voy... espera que ponga la cafetera… ¿qué, lo de siempre? Llevo
veinte años sirviéndole cuatro copas de cognac cada mañana. Dice que las
necesita para subirse al andamio, debe ser verdad, si no ¿por qué se las iba a
tomar sabiendo lo mal que le sientan?
Dicen
que al perro flaco todo se le vuelven pulgas. Los psicólogos llaman a las
pulgas frustraciones, pero son pulgas porque chupan la sangre y pican en los
cojones.
La
mañana se vacia, como la taberna, y durante cinco o seis horas los pensamientos
trotan a su antojo, dando coces y relinchando, hasta que aparecen más
fantasmas, pero ahora de carne y hueso.
—Ponme un buchito, y apúntamelo,
—le pide el Calabozas—.
El Calabozas tiene los ojos del mismo amarillo que las hojas muertas, y está
tan vacío que le basta el instante del sorbo para seguir tirando del carro. El
vino se ha convertido en el hilo que le cose un día con otro día.
El
Calabozas recoge el vaso de vino y se encamina arrastrando las alpargatas hasta
el patio. Se sienta despacio, agarrándose a la silla de hierro, y se desabrocha
la camisa. De un buche se
toma la mitad del porte. Luego, se saca un pañuelo arrugado y sucio, y se lo
pasa por la frente y por el pecho. El calor aprieta. De otro golpe se toma el
resto de la mercancía. El Calabozas es
un filósofo, y siempre repite cuando se meten con él:
—Buscamos la felicidad, pero
sin saber dónde, como los borrachos buscamos nuestra casa, sabiendo que tenemos
una. No recuerdo quién lo dijo, pero lo dijo.
Llegada la noche, el tabernero le echa el
cerrojo al Calabozas diciéndole:
—Señores, un buchito...que nos vamos.
…entonces
el Calabozas, le echa el brazo por encima al tabernero y le susurra al oído:
—La última Juan…, la última. Y tómate una, tú
también la necesitas.
Manolo Martínez