Cuando se tienen nueve años uno se imagina siendo futbolista del Madrid, torero o pisando la luna.
A esas
edades, esas cosas, las vemos cerca, parecen posibles. Sin embargo, darle un
beso a Loly, la vecina más guapa de la calle cuando éramos niños, estaba tan
lejos en nuestras cabezas que ahora nos arrepentimos de ni siquiera haberlo
intentado.
Uno se acerca, o se aleja de las
cosas de la vida, según los años, según los trastos que tengamos en el
“almario” (lugar dónde se guardan las cosas del alma), como decía, creo,
Demófilo, si no que me corrija José Luís Rodríguez Ojeda.
En fin, es la perspectiva, la
visión que tenemos del mundo que nos rodea.
Podemos vivir a la carta porque la carta es la vida misma, pero hay un maître saborío, el miedo, que nos engaña con sus incesantes “y si…” (y si pasa “esto”, y si no pasa “esto” o “aquello” como lo teníamos previsto, y si…)
“Y si…” que tantas veces nos privó del mayor bien que todos tenemos, la libertad de elegir, aún a sabiendas de que, como por todo lo bueno, hay que pagar un alto precio.
El precio siempre es el mismo, la incertidumbre.
¿Y por qué no pagarlo? De todas formas, salvo la única certeza, la de que tarde o temprano volveremos a la tierra, todo lo demás está en el aire, y el riesgo, el no saber que va a pasar, es un motor imprescindible para darle sabor a la vida.
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