Hay tantas opciones para pedir las cosas, que exigirlas “por cojones” es, sin lugar a dudas, la peor elección.
Y sin embargo, el “por cojones”, sigue instalado en muchos neandertales, y es que sigue habiendo muchos neandertales, ¿qué le vamos a hacer? Llegará el día en que, como sus contemporáneos, los dinosaurios, se extingan.
Hasta entonces hay que tirar de imaginación, y torearlos, o mandarlos al carajo, que no es mal lugar, sobre todo ahora que aprieta el calor y allí arriba, en el carajo, corre siempre el aire, pero ya hablaremos otro día del carajo.
Mira que el abanico es amplio. Podemos disponer, ordenar, pedir, requerir… desde el “por favor”, desde la templanza, desde el “cuando puedas”, desde el respeto, pero hay una manera, maldita manera, a la que, demasiados todavía, acuden como única arma disuasoria, el “por cojones”, o ya el sumun de la estulticia, “por mis cojones”.
Los cojones forman parte de la anatomía del toro de Osborne, de los cerdos, de los animales al fin y al cabo, pero a pesar de ello, muchos miran la vida desde los suyos.
Erróneamente algunos consideran que “tener cojones” es gritarle al de enfrente, humillarle, imponerle su “hombría” desde algo tan falto de argumentos como es el volumen de su voz. Pero los verdaderos cojones son otros.
Cojones son los que tienen esas mujeres que a diario trabajan, llevan la casa y educan a sus hijos en la soledad del anonimato.
Cojones tienen todos los que hacen que en sus casas chifle la olla, a pesar de que las circunstancias no le sean propicias.
Los cojones se miden en la templanza, en la educación, en el silencio, en la empatía o en el largo de una sonrisa.
Lo otro no son cojones, es ignorancia, o un desajuste en las hormonas, o infelicidad.
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