En los años de Maricastaña, conforme entraban las calores salían las familias, en bandadas, hacia las huertas.
Y en las huertas estaban las albercas, que rebosaban agua y niños a partes iguales. Y entre niño y niño, sandías y ruedas de tractores reconvertidas en flotadores.
Recuerdo que mi familia iba cada domingo a la de mi tío Manoliqui, por los Callejones del Valle, dónde media docena de madres metidas en sus bambos fresquitos, iban y venían como hormigas, disponiendo debajo de una morera, los comeres y beberes, sobre dos mesas con sus hules escamondaos a base de estropajo, lejía y restregones.
A la hora del aperreo, hora en que la cabeza se quedaba sin sangre porque toda acudía de urgencias a digerir una sobreocupación del estómago, comenzaban los cubatas (cubalibres en aquellos años).
Luego, los hombres echaban una manita de carta mientras las mujeres se contaban las últimas novedades: “Dicen que el Lute anda escondido por Carmona”, y entonces todas las que tenían bambo se persignaban con rapidez, a la vez que mascullaban: “…que Dios nos libre”.
Al caer la tarde, mientras el sol se bebía la alberca a buchitos, las de los bambos, otra vez, improvisaban bocadillos con los pocos filetes empanaos que habían sobrado, para los más menuos (dícese de las personas y humanos, que aún no han cumplido diez años).
Echadas las cuentas, recogíamos el domingo como si fuera un mantel lleno de migajas, para finalizar con la deprimente banda sonora: “… y mañana lunes tengo que…”.
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BEBER y HABLAR"
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