Cada vez que viajo a mi infancia los recuerdos saltan en mi cabeza con las ganas de un niño de cinco años.
Se abren de par en par aquellas tabernas oliendo a calamares fritos, adobo, vino embarrilado y el humo de los celtas sin boquilla.
Cada uno de esos olores va de la mano de una imagen: la oreja con tiza del tabernero, las dos palmadas que daba mi padre para avisar al camarero, y una minifalda con piernas que vaciaba las barras para llenar las puertas de las tabernas.
La banda sonora de aquellos bares se mecía entre los quejíos de Antonio Mairena y los gorgoritos de Pepe Marchena, o Valderrama, que durante toda la jornada salían de una radio con dos dedos de pringue procedente de la sempiterna columna de humo que se escapaba de la cocina.
El Mesón de la Reja era una de aquellas tabernas, hoy reconvertida en templo de los rollitos de primavera, pero antaño centro neurálgico de la vida agroganadera de Carmona.
Allí, los correores, (los primeros brookers), quedaban a diario y hacían dinero con las alzas y bajas de la arroba de los cochinos, del kilo de ternera o de la fanega de tierra.
En aquel mesón surgían los tratos, que eran operaciones firmadas con un apretón de manos, y en las que el dinero (que hoy destinamos a los notarios) entonces se empleaba para pagar las manzanillas y los riñones al jerez, que como nadie guisaba la mujer de Manolo, y con los que se rubricaban aquellos contratos sin papeles.
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