Al contemplar ese momento, uno se siente orgulloso de haber nacido entre este puñado de rocas que se van ordenando, según la necesidad, en calles por las que pasear, plazas para sentarse a pensar, o iglesias en las que rezar.
Los dedos de la ciudad, sus torres, descorren los visillos del cielo cuando suenan sus campanas: tlan, tlan, tlan.., mientras las nubes enrojecen sus mofletes de algodón anunciando la noche.
Entonces, uno se llena los pulmones de Carmona cuando la respira con los ojos, a sabiendas de que nuestros hijos seguirán viéndola cuando nosotros no estemos, igual que ahora la disfrutamos quienes la habitamos, como ya hicieron aquellos que nos dejaron.
Texto de Manolo Martínez
Fotografía de Antonio Gavira Ramírez
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