José
María, Carlos, Jesús y un servidor. Allí, entre el humo de los ducados,
hablábamos de lo humano y de lo divino con la madre superiora, una mujer
excepcional.
Con ella nos
reíamos, les contábamos nuestras cosas y luego ella nos contaba las suyas, como
hacen los amigos.
Desde aquella amistad, y durante más de veinte años, mi familia: María de Gracia, Pablo, Ángel y yo, íbamos cada navidad a montarles el Nacimiento.
Echábamos
en aquel convento la tarde del sábado y la mañana del domingo previos a la Nochebuena.
Mientras
echábamos el serrín y disponíamos las ovejas y resto de habitantes de aquel
portal, charlábamos con aquellas maravillosas monjas de clausura (Carmen,
Inmaculada, Carmelita…) que tenían una visión del mundo tan distinta a la
nuestra. La suya era limpia, tolerante, inocente y, sobre todo, reconfortante.
Ahora que ya no están, cada vez que llega la navidad las echo mucho de
menos, sobre todo, cuando, al sacar mis figuras del portal, me reencuentro con
un pequeño gallo de barro que le regalaron a mis hijos para nuestro belén.
Lo cojo con sumo cuidado de entre los pastores, como el que coge un tesoro,
lo que en realidad es, y le busco el mejor lugar de mi casa para que, al verlo,
vea a cada una de aquellas monjitas, siempre sonriendo, yendo y viniendo
nerviosas con los enseres de la navidad.
Yo le bauticé como el gallo descalzo, para no olvidar su procedencia, las
monjas descalzas.
Feliz Navidad, allí dónde estéis cada una. Esta familia nunca os olvidará.
Manolo Martínez
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