A este hombre enjuto, de sonrisa picarona, mirada limpia, cabeza nevada y maneras comedidas, le conocí a esa edad en que uno da las chicotás más largas de la vida, cuando nos creemos que, ésta, no tiene hora de recogía.
Dos recuerdos, de
entre muchos, sobresalen en mi memoria junto a José María.
Uno, cuando salía del Instituto Maese Rodrigo, montado en su Puch amarilla haciendo sus primeras levantás, llevando la rueda delantera al cielo, mientras Pilar Oso, aquella profesora de Historia que nos enseñó que la libertad era la única herramienta para querernos a nosotros mismos, se atrevía a montarse con él, anudando sus brazos y sus ¡ays! a la cintura de Matute.
La otra recordación, las tardes de los sábados, cuando compartíamos largas charlas, aderezadas con muchos ducados, en el locutorio del convento de las Descalzas, con aquella maravillosa navarra, la madre superiora, Carmen, hablando sobre lo efímero y lo divino, y las dudas como puente entre ambos mundos.
José María nos convenció, en segundo de bachillerato, a un buen puñado de compañeros, para salir de costaleros en el palio de la Columna, y aunque muchos hace años que colgamos el costal, él sigue ahí, delante, y de pie, mandando con suavidad, para que el miércoles santo, todos los vecinos del barrio, le ayuden a bajar de la Cruz al Señor de San Francisco.
…y un día después, mandar el Jueves Santo: “Pararse ahí. Los dos costeros a tierra por iguá”, antes de que la Virgen acompañe a su hijo atado a la columna por Santiago,
…y una luna más tarde, sisearle al viernes hasta que, sólo el racheo de las alpargatas, rompa el Silencio camino de las Hermanas de la Cruz.
José María ha enseñado a media Carmona a rezar debajo de una trabajadera, y ha dicho, sin decirlo, que, como en la vida, las cosas salen bien si la “igualá” está bien hecha.
Gracias, Matute, le has dado a la Semana Santa, y por ende a Carmona, muchas horas de tu vida, permíteme por ello que, antes de que venga esa tía malaje para decirnos un día: “Ahí queó”, te dé, amigo mío, en nombre de todos los costaleros de Carmona, lo que tu padre y el mío, se daban cuando las cosas del mundo se medían de otras maneras, la mano.
Manolo Martínez
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