Fue algo casual. Buscaba unos papeles míos, cuando, al abrir aquel altillo, descubrí su secreto, secreto que casi me cuesta la vida. Estuve a punto de morir sepultado bajo un alud de cajas.
Parecían cajas de zapatos, pero no podía ser, había demasiadas. Empecé a abrirlas y, para sorpresa mía, en cada una habitaba un par de los susodichos.
Zapatos de todas las formas y colores: planos, con tacones, de piel, de loneta, cerrados, de tiras, con cordones, con hebilla, con velcro, con moñas, rojos, verdes, negros…
Los devolví apresurado a su madriguera, y guardé silencio. Estuve un tiempo al acecho, observando si tanto calzado era utilizado, o sólo estaba allí arriba, olvidado.
Mi desconcierto fue “in crescendo” al comprobar, día tras día, que todos aquellos botines, alpargatas, chanclas, náuticos, babuchas, sandalias y mocasines, abandonaban sus casas de cartón y vestían los pies de mi amada.
Yo había escuchado que las mujeres perdían el control comprando bolsos y zapatos, pero otra cosa era que alguien pudiera calzarse aquella cantidad de cubrepiés. No había días en el año para darles una oportunidad a todos, a no ser que….tuviera más de dos pies, y de tres y de cuatro. ¡Joder…, que me había casado con un ciempiés, y hasta ahora no lo sabía. Qué repeluco.
Desde entonces, intento pillarla desprevenida, por si consigo ver aquella ingente cantidad de extremidades, pero debe tener oculto algún mecanismo retráctil, que esconda aquel batallón de dedos, uñas, talones y plantas, porque nunca he logrado contemplarlos.
Ahora me explico los facturones del podólogo, el extraordinario ancho de los pantalones de sus pijamas, los cajones repletos de calcetines…, y las pisadas por toda la casa.
Estoy asustado, y quiero irme, pero no sé como decírselo.
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