En menos de dos deseos, mientras me echaba vaho en los dedos para aliviarme el frío, ya estaba el cielo encendido de colores que se colaban por los arcos del Templo de Debod, lugar elegido por los turistas, como el mejor para ver ponerse el sol.
Sin darnos cuenta la noche se nos pegó como una lapa y la luna nos miró con el rabillo del ojo, empujándonos a callejear hasta llegar a la Gran Vía antes de irnos a dormir.
Al día siguiente decidimos abandonar Madrid para pasearnos por los madriles.
Del Lavapiés de Sabina al Museo del Prado, y de Cibeles al parque del Retiro, parando sólo para comernos un bocata de calamares en una taberna tan rancia, que al camarero sólo le faltó chupar la punta del lápiz para tomarnos notas de la comanda.
Y vuelta al callejeo, desde Tirso de Molina al Reina Sofía para ver el Guernika, aunque nos enamoró una versión coloreada de un artista callejero, que nos ganó los sentidos, pero a la que el maravilloso colorido le había borrado su trágica nacencia.
Antes de volver a Atocha, buscamos a Chencho, el de la “Gran Familia”, por la Plaza Mayor, y luego, la Puerta del Sol, dónde se desnuda la Pedroche el madroño (sic) delante del oso y el susodicho.
En fin..., el Ángel que me acompañó, y yo, convinimos que, por la cuenta que nos traía, nos quedábamos con Sevilla, con Carmona para ser más exactos, porque vivir, lo que se dice vivir, se vive mejor si puedes ir andando al colegio, al trabajo, a comprar naranjas, paracetamol, o a tomar una cerveza, mientras saludas a todo el mundo por la calle, ¿o no?
Estanque Parque del Retiro
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