Hace unos días, durante mi trabajo en la Casa de la Cultura, conocí a Luís, quien me contó con nostalgia como, de niño, los días de lluvia, construía barquitos de papel en la calle Tahona. El barco estaba formado por un corcho, un palillo que, hincado en el corcho, hacía de mástil, y un trozo de papel, que pinchado en el palillo, se convertía en la vela de aquel barco.
En cuánto la lluvia formaba un río que descendía desde la calle Tahona hasta Tinajería, Luís echaba su barquito de papel sin nombre, ni patrón ni bandera, al cauce de aquel río.
Hace siete años, en una tertulia que tuve el enorme honor de organizarle al mejor poeta vivo de España, y actual director del Instituto Cervantes, otro Luís, Luís García Montero, en el Molino de la Romera, conocí a Rosa León, aquella que cantaba el Brujito de Gulubú, que venía acompañando a Luís.
Mientras escuchábamos embelesados la clase magistral de literatura y vida que Luís nos regaló, observé como Rosa, mientras le oía, se afanaba en construir barquitos de papel, de los cuales guarde como oro en paño el de la fotografía.
Mi padre también hacía barquitos de papel.
Supongo que desde niños
intentamos aceptar la brevedad del mundo, afanándonos en construír mil cosas:
historias, proyectos, relaciones…, a sabiendas de que, en cuánto las moje el paso
del tiempo, serán como el barquito de papel de Luís que se deshacía en el
mar de la calle Tinajería.
Manolo Martínez
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