— “Mira, aquí estaba el Molino de Gómez, y ahí tenía mi abuelo un campo, y allí…”
Nos hacemos viejos cuando tenemos más pasado que futuro, y todo el mundo habla de lo que más tiene.
Por eso ahora, cuando paseo por el pueblo en estos días de la Novena, si llevo a alguno de mis hijos al lado, no puedo dejar de rebosarles con mis nostalgias:
— “Mira, aquí estaba “Veintiocho”, el zapatero. Aquí venía yo a recogerle los botos del abuelo Pepe”.
Y el niño dice que sí con la cabeza, pero con los ojos clavados en el móvil.
— “…y aquí, en Castaño, dónde anoche nos tomamos las tapitas, estaba la tienda de Mariano Fernández”.
Uno lo cuenta como si lo estuviera viendo, y una suave brisa te recorre el espíritu porque, como dijo Rilke, la infancia es la verdadera patria del hombre.
— “Mira, mira… aquí me traía mi madre a don Manuel Márquez, el médico, les insisto por enésima vez al pasar por la Heladería de los Valencianos.
— “…y allí enfrente, el Moli, hacía las mejores papas fritas de Carmona”.
En los años setenta había tiempo para todo, no como ahora que no sólo hay tiempo para mirar el móvil.
— “…sí, papá…sí papá…”.
Uno les mira de soslayo, y sigue la retahíla de recuerdos, pero ahora sin pronunciarlos, para uno mismo, para no molestarles en sus conversaciones por “chat”
— “…allí te compraba yo las chuches, en el kiosco de Macías, y mi padre me las compraba más allá, en el puesto de pipas del Arrecío, y mi madre, cuando me traía al médico compraba ancá Juanito Barrera…”
— “Papá…papá…, ¿por qué te has callao?
Me pregunta el niño mientras uno busca en el pantalón un pañuelo de tela para disimular la humedad de los ojos, sin acordarse uno, de que el tiempo de los pañuelos de telas también pasó ya.
Manolo Martínez
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