La puta máquina "borrarecuerdos" ha derribado en unos minutos
el “Ventorrillo del Rana”, aquel minibar por el que pasamos
generaciones de estudiantes del Instituto de Bachillerato “Maese
Rodrigo”.
Mirando esa desolación, a uno le pega un pellizco el
estómago, lugar, según Platón, que linda con una de las partes del alma,
de ahí que se desboquen en él muchas de nuestras emociones.
Aquel maravilloso espacio era nuestro “Oráculo de Delfos”, al
que acudíamos para que Antonio, el Rana, nos guiara, encaramado en un poyete
que le permitía controlar media feria, sobre las cosas de la vida.
Entonces, cuando uno tenía quince años, las cosas de la vida se ceñían a la
muchacha que a uno le gustaba, con el inconveniente de que, la muy tonta, se
había fijado en el más vaina de la clase, y ahí “entraba” la sabiduría del rana
cuando, tras el cigarrito a cuenta, te aliviaba el día asegurándote:
— “Martínez, pero si tú vales más que ese
gilipollas. Está con él para darte celos”.
¡Ay…bendito Antonio! Faltábamos a la clase de
Filosofía para escucharte a ti, porque ni Platón ni Aristóteles conocían
nuestros problemas como el Rana. Tú sí que nos entendías, y sobre todo, nos
fiabas.
En fin…otro “Cinema Paradiso” menos. Ahora, cada vez que
entremos a comprar toallitas o salchichas, le diremos a nuestros jóvenes:
— “Mira, aquí estaba “El Rana”,
y ellos nos miraran, si es que sacan los ojos del móvil, para preguntarnos:
— ¿El Rana?
(Gracias a José Antonio Molina,
autor de las fotografía y del acertado título
de este texto).
Manolo Martínez
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