Y es que, esa pregunta, es una trampa que nos salta como un resorte a lo largo de nuestras vidas:
¿A qué he venido yo a la cocina, a mis creencias, a mis convicciones, a mi profesión, o al mundo?
¿A qué he venido yo aquí?, se pregunta el de las orejas de soplillo que mira al infinito buscando la respuesta. Y esa duda no resuelta es la prueba irrefutable de que descendemos de él.
Hoy, millones de años después, andamos totalmente erguidos, nos casamos por la iglesia y hemos inventado el puchero para las resacas de feria, pero no hemos borrado de nuestra cara esa mirada perdida porque nos martillea a diario la misma cuestión.
Menos mal que recordamos lo que fuimos a buscar en cuánto regresamos a nuestra zona de confort, al sofá.
Entonces nos sentamos de nuevo en nuestras vidas, y allí, con las orejas de soplillos atentas, sentimos el frío que nos recorrió el ánimo al no conocer la respuesta, el objeto o el sentido de nuestra ubicación.
Mejor quedarnos en el sofá que ir a
la habitación de al lado para no saber qué hacemos allí.
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