La otra mañana, mientras andábamos camino del trabajo, m’espabiló mi mujer :
—Mira niño… , aquella es la torre de San Felipe.
Yo, que recién levantado no soy persona, anduve unos metros antes de espulgar en el horizonte y localizar la torre. Para cuando la encontré entre mis legañas, la validé como torre, pero no como la de San Felipe.
— Anda que estás tú buena…, eso es San Pedro, cariño —le espeté.
Ella, mirándome con el rabillo del ojo, calló, y pensó: “... pues será la de San Pedro”, y es que, al cabo de los años, uno escucha, lo que piensan nuestras mujeres, mejor que lo que dicen, sólo con mirarlas a la cara.
En fin, que después de andar tres bostezos, y no satisfechos ninguno de los dos, con aquellos pareceres, volvimos a empinar la mirada, descubriendo, que la que allí avizábamos, era la torre de Santa María.
No, no era encantamiento ni brujería, ni siquiera podíamos culpar a que el vino que regó la cena la noche anterior fuera más de la cuenta.
Era más simple: había tres torres a la vista en medio de aquella calle, o para ser más exactos, que dependiendo del lugar de la calle en que nos encontrásemos, veíamos una distinta.
Todas las vidas tienen calles, momentos que nos levantan como torres dándonos distintas perspectivas de nosotros mismos, sólo necesitamos seguir andando hasta toparnos, en cualquier recodo de esa calle/vida, con una nueva ventura.
Nunca dejemos de andar, ni volvamos la vista buscando torres que se quedaron atrás, nos perderíamos todas las que no quedan por delante.
Manolo Martínez
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