Hay media docena de
besos que se nos han quedado colgados en el almanaque del ánimo.
El primero es el que
nos daban nuestras madres antes de ir al colegio. En aquel beso iban tantos
"ten cuidaíto" que casi no conseguíamos despegarnos de los labios de
mamá.
El segundo beso del
calendario, el de nuestros padres. Más escasos. Los hombres siempre fuimos
menos besucones, y lo reservaban para las grandes ocasiones: las noches que nos
dolía la barriga, los cumpleaños, navidades y fiestas de guardar.
El tercero, el primer beso con lengua. ¡Dios! ¿A quién se le ha olvidado? No se pueden olvidar los pecados, ni las prohibiciones, y en aquellos años, a nuestros años, usar la lengua para algo que no fuera comer o hablar, como que no.
Y el juda-beso era el cuarto, aquel que no queríamos dar, pero había que darlo. No te apetecía nada poner tu boca en la cara de la tía Piedad, llena de labios, y a todas horas mojados, pero tenías que estar allí. Por la familia, el protocolo, el entorno... que lo tenías que dar y punto. Pues lo dabas y luego agachabas el cachete y te lo "quitabas" con el hombro, con disimulo.
En cuánto al quinto, es el que no dimos. No se lo dimos a aquella vecina llena de tirabuzones que no nunca nos echó cuenta. Tampoco se lo dimos a la compañera del bachillerato que se sentaba justo delante nuestra, pero que tenía un novio con las espaldas tan grandes, que si te pillaba "pensando" en su pretendida, podía haberte matado sin más.
Tampoco pudimos besar nunca a Marilyn, ni a Scarlett Johansson, ni siquiera a Maribel Verdú... ellas se lo perdieron.
El sexto beso es el que nos ponemos, todos los días, antes de ir al trabajo. Sabe a gloria, y tan necesario como el pan, si no más.
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