Es la rata un mamífero roedor de unos 36 centímetros de largo, desde la
punta del hocico a la extremidad de la cola. De cabeza pequeña, hocico
puntiagudo, orejas tiesas y pelaje gris oscuro. Es destructor y voraz.
Hasta aquí la definición académica de la susodicha, pero existe una
variante humana de tan repugnante espécimen que, en su infinita capacidad de
adaptación, ha conseguido erguirse sobre sus dos patas traseras, ponerse
pantalones (o faldas), y desprestigiar a la raza humana.
Como las verdaderas, están por todos lados: en instituciones,
asociaciones, calles o en tu propio trabajo.
Son curiosas. Olisquean en los sentimientos ajenos hasta encontrar
cualquier resquicio de miseria para airearlas. Y aunque hayan aprendido a
hacerse el nudo de la corbata, no pueden disimular que, como están a gusto, es
rodeadas de basura, cotilleos y difamación, su hábitat natural.
Su espeso e hirsuto pelaje les impermeabiliza contra la dignidad, la
camaradería, la generosidad, el respeto al otro y todo aquello que los humanos
arrastran con orgullo.
Las ratas humanas son más pragmáticas, bueno..., no dejan de ser ratas.
El día que inventen una máquina capaz de fotografiar el alma de los
hombres, su bienestar o malestar interior, ese bendito día, desarmaremos a esta
especie en peligro de expansión.
Hasta entonces, tendremos que sufrirlos en silencio, como las
hemorroides, o aplicarles cualquier raticida de los conocidos. Para ello, lo
primero es localizarlas. A las auténticas se las rastrea por su ruído al arañar
en las cañerías y por la estela de mierda que dejan por dónde pasan.
A las otras, las humanas, igual, sólo que sus cagaditas tienen forma de
falacia, de soberbia, de bajeza…, y sus arañazos son sus chivatazos, su
falsedad y todo el malestar que van dejando a su paso.
Baltasar Gracian, en su Oráculo Manual y Arte de Prudencia, da un consejo del que estas ratas hacen dogma: “Saber hacerse a todos, con el docto, docto y con el santo, santo“, (perdona Baltasar, ¡pero vaya esquizofrenia moral la tuya¡)
Estas ratas, que han conseguido ponerse de pie, salivan, como el perro del Paulov, con la campanilla de la desgracia ajena. Alimentan su envidia con el pesar de los demás, sin caer en la cuenta de que, como cantaba Cortez, todos somos los demás de los demás.
Menos mal que, como “to quisqui “, tienen su talón de Aquiles. No han conseguido
emular la capacidad de los humanos para gozar con el bien ajeno, por eso se
arrastran por la vida, pero no viven, ni dejan vivir.
Manolo Martínez
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