En aquellas alacenas de madera que había en las cocinas de nuestras
madres cabía el mundo. Garbanzos y lentejas, el pan, las especias para los
guisos, los cubiertos, platos y vasos y sartenes y cacerolas, menos las de rabo
largo que no entraban por mor del rabo.
Mi puerta preferida era la del pan, la rectangular, dentro de la cual había
una talega de tela con la boca tan fruncida como la de la abuela, para evitar
que las vienas se pusieran duras.
Mientras repaso en la memoria lo que había detrás de cada puertecita,
tengo la impresión de que, al abrir cualquiera de ellas, veré a nuestras madres
comprando en la tienda de Juanito Barrera, Joselito Muñoz o ancá la Papocha,
mientras los hombres hacen tratos en el Mesón de la Reja o Casa Chacón.
Seguro que si abro los cajones abro el pasado, y en él, las consultas de
los médicos, que estaban donde hoy está la Heladería de los Valencianos.
Míralos, lo sabía: don Aurelio y don Manuel Márquez, recetando Optalidón, Roter
o jarabes para la tos.
Al asomarme detrás de otra portezuela, me encuentro las dos orejas con
tiza más famosas de la Plaza Arriba: la de Rodrigo poniendo chochitos en
platitos ovalados, y la de Caracorcho, dando un porrazo seco con el culo del
vaso de vino cagalón encima del mostrador.
Aunque, si la que despego es la puerta del domingo, avistaré una fila de
hombres con el transistor pegado a la oreja paseando por la vía del tren camino
del cementerio, eso sí, después de haberse comido un adobo, de diez estrellas Michelín,
en la Venta de Pepito.
¿Quien me presta una alacena para bajar al pasado y comerme unas papas
fritas de perol con una cruzcampo en La Alberca, debajo de aquella morera?
1 comentario:
En mi casa se le conocía como "el mueble cocina (SIC)". Mi favorito era el cajón , donde estaban los papeles de todo lo que había en la casa.
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