Que extraña
resulta a veces la relación con los hijos. Son las únicas personas a las que
empezamos a querer antes de conocerles, incluso antes de verles, cuando
acariciamos la curva de su primer
escondite.
Desde esos primeros besos hasta los desvelos de los sábados, cuando no llegan y los minutos parecen horas, tenemos la sensación de que sólo han pasado dos telediarios.
Todo ha ido tan rápido que parece que les hemos trasplantado de nuestros brazos a los de sus novias.
Nos sentimos raros cuando recordamos que, en algún momento y en algún lugar, antes de ser padres, también fuimos hijos. Menos mal, porque esa olvidada realidad es la que nos templa cuando comprobamos que, al aceptar sus errores, nos perdonamos los nuestros, y al contrario.
Aún así, uno
no puede desterrar cierta pesadumbre cuando comprueba que, la misma boca que
antes rebosaba potitos, hoy cobija un cigarro. Por eso pasamos de hacer el
ruído del motor de un avión con nuestra boca, para que rebañara el yogurt, a alojarnos en
una tormenta con sus truenos y sus relámpagos, cuando intentamos imponerles nuestro
criterio.
Es como si la costurera, al ver los retales que ha ido desechando en el suelo, los recogiera para intentar rehacer el patrón primero (nosotros), porque lo que teme la costurera, y tememos los padres, es acabar el traje y tener que entregarlo.
Manolo Martínez
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