En aquella Sacristía estaban todos los achacales precisos para el sacrificio tabernario. Unas repisas de madera aguantaban el peso de media docena de botellas de anís, y pegados a cada botella, tres niños orejones.
Muy buenos tuvieron que ser los
espiches que puso Pepe, el tabernero mayor, para aguantar tantos niños bien
despachados de orejas del anís “Los Hermanos”, arreguinchados todos a aquellas tablas
empotradas en la pared de cal amarilla.
Todo cuánto convivía en aquel santo lugar rezumaba solera. Desde el nombre
de la calle, Calle de los Flamencos, hasta el paisaje interior de la taberna.
Una tablilla pregonaba una fecha, 1888, que revelaba la posibilidad de que en
aquella misma sacristía se bautizaran (por dentro) nuestros bisabuelos.
Cristos y Vírgenes de la Semana Santa de Carmona nos vigilaban entre los
toneles de buenos caldos para condenarnos si la ingesta de soleras o
manzanillas nos hacían perder la prudencia; o absolvernos por alcanzar el consenso
en aquellas terapéuticas tertulias entre chochitos y chochás.
Allí había tanto sabor a tabernas de las de antes, que uno no sabía si
pagarle a Pepe en reales, perras chicas
o maravedíes.
Manolo Martínez
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