Porque no es nostalgia lo que uno tiene, sino años. Nos hemos convertido en nuestros padres sin darnos cuenta, por eso empezamos a echar de menos muchas cosas.
Echamos de menos las mañanas de Nochebuena en la Noria, cuando quedábamos con los amigos y de camino nos reencontrábamos con muchos de los que se marcharon a buscarse la vida fuera de Carmona, y que cada año, como El Almendro, volvían a casa por Navidad.
Y nos alegrábamos al verles. Bueno..., según. Primero los mirábamos de arriba a abajo, y si tenían más canas y entradas que nosotros, le echábamos el brazo por encima y le decíamos con firmeza: "Fulanito, me alegra mucho volver a verte"; pero si por el contrario, Fulanito estaba hecho un figurín, con un móvil de última generación en la mano, y su cabeza atestada de pelo negro zaíno, entonces, como mucho, le lanzábamos un "jay" como saludo, pero desde lejos.
Somos así, ¿que le vamos a hacer? Nos pasamos la vida midiéndonos, como si nuestra felicidad no dependiera de nuestro bienestar, sino del malestar de los demás. Hay que ser muy pobre para sentir así, pero haberlos haylos.
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