Los últimos días del año cacareamos pero no ponemos huevos, es decir, nos prometemos “sempiternum”, pero no cumplimos nunca, los clásicos: hacer ejercicio, comer saludable, pasar más tiempo con la familia...
Y es justo ahí dónde nace el grosero título del presente texto, porque no hay expresión en español, ni locución latina, que exprese, concrete y exponga, de forma más precisa, lo que uno siente cuando descubre en la solapa de la agenda, año tras año, la misma retahíla de intenciones quebrantadas.
A Dios pongo por testigo que jamás consumé ninguna. No he dejado de fumar, en la vida me he apuntado a clases de inglés, ni siquiera he intentado ser empático con quién no me cae bien, como mucho le sonrío con la boca, pero nunca con los ojos.
No sé lo que es una cena frugal, es más, no sé lo que significa frugal, y por si fuera poca mi desgana, no conozco lo que es invocar a la suerte en nochevieja jalándome una uva por campanada, siempre lo hago con conguitos. Puede que sea ahí dónde se tuerza todo.
Pero qué coño, si es que desde niño nos obligan a pasar por el aro de llegar a una meta, y luego otra, y otra más: aprender a chiflar, sacar mejores notas, recoger la mesa, o echarle cojones para decirle a la vecina que es la más guapa del barrio.
Se nos ha ido media vida pidiendo prórroga al final del partido, excusándonos “ad eternum” de que noventa minutos no son suficientes para meter un gol.
A tomar por culo la Champion, tanto propósito, objetivo y aspiración. Es más sano vivir sin más, sin tantos anhelos y obligaciones.
Vivir y punto, y para eso solo se necesita una única cosa, y ese va a ser mi solitario deseo para ese que ya asoma las orejas, el 2024, y es seguir vivo.
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