Todos los años, la víspera de nochebuena, el primo Rafael le regalaba a mi padre dos pollos de campo, de esos que se criaban con las sobras de la comida.
¡Que caldo hacían aquellos pollos! Quizás fuera porque tenían las “carnes hechas” de correr en el labrantío para componerse un “big mac” de lombrices.
Nada que ver con el “agua sucia” que sale ahora de los pollos de granja engordados a base de pienso y sedentarismo, pues como nosotros.
Las de antes empezaban con una copita de aguardiente hasta la raya roja, una hojaldrina Mata y veinte personas alrededor de la mesa: abuelos, padres, tíos, primos y la tita viuda o solterona.
Debajo de un rodete blanco, la abuela iba y venía de la cocina arrimando platos de jamón, gambas y otras tonterías, mientras Raphael, en blanco y negro, cantaba “El pequeño tamborilero” haciendo todas las cucamonas posibles con sus manos y arrollando con su torrente de voz.
Al final de la cena todos encendían un puro de los sobrantes de las bodas, o un Celta sin boquilla, mientras el tito de siempre, agarraba una cuchara para rascar la barriga llena de arrugas de una botella de anís “La Castellana”, intentando cantar, mu malamente, “beben y beben… y vuelven a beber”, aunque él único que no paraba de tragar era él.
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