Hace un montón de veranos, cuando uno todavía meaba cada cerveza que se bebía, en vez de acopiarla en la barriga, mientras guardaba cola en la ducha de un camping de playa, se me acercó un hombre mayor, de los que ya habían dejado de mear la cerveza para almacenarla en el mondongo, y me saludó con campechanía:
— ¡Me alegro de verte!
...me soltó aquel señor al que yo había visto alguna vez por el pueblo, pero que jamás había intercambiado conmigo palabra alguna, y menos saludos tan efusivos.
— …igualmente —le repliqué yo.
Y todo esto a cuento de las reuniones navideñas en las que bastan un par de cervezas sin alcohol para arrimarnos, como hacen los gatos cuando se nos pegan a los pantalones, en busca de arrumacos.
— ¡Me alegro de verte! —le decimos a fulanito, o nos dice zetanito, cuando media hora antes nos habíamos cruzado por la calle sin ni siquiera mirarnos.
Todos sucumbimos a estas confusas artes, y no constituyen “per se” un delito reconocido por el código penal, pero acabamos somatizándolas con un pellizco en el estómago, cuando, dos días después, volvemos a reencontrarnos, en la calle, con aquel/aquella, que se nos colgó del cuello cualquier día de navidad para desearnos lo mejor de lo mejor, y al mirarle y sonreírle, siguen hablando por el móvil, y pasan/pasamos del “¡Me alegro de verte!” al “¿y éste quién coño es?”
Manolo Martínez
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